7 de agosto de 2010

Expo DOMUS / 2010






expo DOMUS en Temuco / julio 2010 / Galería de Arte UC.
www.uctemuco.cl/galeria

DOMUS

LeonoraVicuña /imágenes

Jorge Olave /sonidos


La multimedia es un soporte tecnológico contemporáneo que permite integrar con mayor complejidad las fuentes auditivas y visuales. Emitir sonidos e imágenes, así como escucharlos y verlas, sustentan la comunicación entre los seres vivos, cuya evolución está marcada a su vez por sus énfasis expresivos. El olfato, el tacto y el gusto parecen comprobar la preexistencia de lo que recaban el oído y la vista. En la profundidad de la selva oscura –de la selva fría del sur–, el oído anuncia lo que aguarda más allá de lo perceptible, permitiendo disponerse al encuentro o alejarse de éste. Sin importar la sucesión de los demás sentidos, será la vista la que acabará por confirmar la decisión: ver o no ver podrá ser el alivio de una u otra opción. Por ello mismo, el silencio y la invisibilidad demandan la concurrencia del olfato o, más dramáticamente, del tacto –para nosotros los ciegos, las cosas son golpes, le decía Tiresias a Edipo–, en tanto el gusto queda reservado para una instancia final, una vez resuelta la identificación por cualquiera de los otros sentidos. Algo así ocurre en la gesta del hombre en el medio que lo inscribe. Y expresarse por el sonido y la imagen constituye la manifestación esencial de su cultura.

"Aural" es un término de doble acepción que enuncia lo auditivo así como cierta emanación lumínica de un objeto. Más atrás, su raíz latina alude tanto a la brisa como al oro: un suave desplazamiento del aire; una densa concentración elemental, si bien dúctil y maleable. La fotógrafa Leonora Vicuña y el músico Jorge Olave convocan ambas etimologías y las liberan en un diálogo intenso, donde los intercambios exaltan sus atributos al permitirles incidir en sus intersticios, tal como la arcilla y el agua conforman la greda, tal como ésta conforma la jarra, tal como su ausencia le da sentido al permitirle ser llenada. El sonido desplaza el espacio hasta disponernos ante las imágenes; ellas emiten sus brillos impregnando las notas; el ciclo culmina con la brisa áurea que ventila nuestras emociones, refrescando la memoria, avivando el entendimiento, incitando a proceder. Porque los registros auditivos y visuales que conforman esta propuesta vienen cargados de incidencias tangibles, de documentos inapelables, como también de preguntas olvidadas, de dudas soslayadas que demandan esclarecimiento. Trascendiendo sus metáforas, la brisa y el oro se vuelven así imágenes que atruenan en los oídos, sonidos que enceguecen la vista. ¿O es que el aura no escucha con los ojos cerrados?

Desde Carahue, los autores levantan su entelequia reminiscente pegando nota con nota con lapso con nota, foto con foto con titilar con foto. Signos y colores; fonemas y cánticos. Sus secuencias ordenadas se integran paulatinamente hasta saturar la percepción y traspasar toda literalidad defensiva, dando lugar a un caos cuya única salida pareciera ser aferrarse a una imagen o un acorde al vuelo y, desde allí, retomar una lectura ahora sensible, despojada de atavismos, para descender finalmente a los espacios donde la emoción guía a la razón y permite el entendimiento. Por estos derroteros no sólo encontramos identidades perdidas, sino descubrimos aquéllas que no conocíamos o no nos permitíamos conocer. Revisitamos las etnias fueguinas y constatamos el despojo largamente velado, su virtud desnuda frente a las inclemencias del clima, y su endeblez vestida por la clemencia cristiana. Las miradas del pichikona y la pichimalen mapuches, del wentru y la domo –ella, la domo, la mujer, como contraparte del domus latino y el dominante masculino implícito–, del weche y la kusa. Escuchamos los golpes de sus palabras, de sus dedos sobre la mesa, las voces de sus cantos, los cantos de sus aves. Y también evocamos la vida de Stella Díaz Marín, la poeta, y de Eliana, la madre de Leonora, y nos dejamos fluir por las composiciones de Jorge, que interpreta él mismo.

El gran lienzo desplegado trasluce sombras como imágenes, la ceniza del fogón absorbe luces como imágenes, el horror vacui y el horror loci discurren sobre el escenario las ausencias que han convocado esos rostros ajenos, esas calles y casas y paisajes que no son nuestros y quizás nunca existieron, tal como los sonidos que ventea el aire no son sino outputs digitales, un 0 y un 1 autoconvencidos de su omnisciencia. Quizás, como alguien anotó una vez, todo lo que aquí se escucha en verdad nunca fue emitido, por más que sí se quiso emitir; quizás, también, todo lo que aquí se ve en verdad sí ocurrió, por más que nunca se quiso que sucediera. O como esa imagen emblemática de la muestra, donde suponemos que los peñis con audífonos escuchan, aunque tal vez el generador todavía no está encendido, tal como suponemos que los peñis sin audífonos también escuchan, aunque tal vez el ave permanece en silencio. La foto es muda; el sonido es ciego. Ambos se necesitan aquí, entrañablemente.

Texto de Mario Fonseca